
Era un día como cualquier otro. Caminaba por el parque detrás de mi escuela, distraído con mis pensamientos, cuando tropecé con algo extraño: una puerta de hierro forjado, cubierta de musgo y flores que parecían brillar bajo el sol. Lo más curioso era que no había paredes, ni un marco que la sostuviera, simplemente estaba ahí, en medio del césped.
No pude resistirme. Empujé la puerta, y al cruzarla, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. El aire era más frío, pero no incómodo, y el mundo al otro lado parecía pintado con colores más profundos, como si todo fuera más real. Un enorme jardín se extendía ante mí, lleno de plantas que nunca había visto. Árboles de hojas negras, flores que cantaban con una melodía suave y un río que parecía fluir al revés. Caminé, maravillado, hasta que me encontré con una niña. Parecía de mi edad, pero su piel era pálida como la luna, y sus ojos reflejaban estrellas.
—Has cruzado al Jardín de las Sombras —dijo, como si fuera lo más obvio del mundo.
—¿Qué es este lugar? —pregunté.
—Es el hogar de los recuerdos perdidos y los deseos olvidados. Pero cuidado, porque aquí todo tiene un precio.
Antes de que pudiera responder, un árbol cercano comenzó a moverse. Sus ramas se alargaron hacia mí, y de repente, vi imágenes en sus hojas: mi primera bicicleta, una tarde jugando con mi abuelo, el día en que aprendí a nadar. Eran momentos de mi vida que había olvidado, y al verlos, sentí una mezcla de nostalgia y tristeza.
—El Jardín quiere algo a cambio por haberte dejado entrar —dijo la niña—. Si no entregas un recuerdo, no podrás irte.
Sentí un nudo en el estómago. No quería olvidar nada más, pero tampoco quería quedarme atrapado aquí. Entonces, algo más llamó mi atención: un pequeño pozo al final del camino.
—¿Qué hay ahí? —pregunté, señalándolo.
—Es la Fuente de los Retornos —respondió ella, bajando la voz—. Pero no todos los que la buscan encuentran el camino de vuelta.
Sin pensarlo, corrí hacia la fuente. A cada paso, el jardín parecía más oscuro, y ramas intentaban detenerme, pero llegué. El agua de la fuente era negra y reflejaba imágenes de otros mundos.
—Para regresar, debes recordar quién eres y qué buscas —dijo la niña, que ahora estaba detrás de mí.
Cerré los ojos, concentrándome en los momentos que me definían: mi familia, mis amigos, mis sueños. Sentí el agua envolverme, y cuando los abrí de nuevo, estaba de vuelta en el parque. La puerta ya no estaba. Pero en mi mano
Era un día como cualquier otro. Caminaba por el parque detrás de mi escuela, distraído con mis pensamientos, cuando tropecé con algo extraño: una puerta de hierro forjado, cubierta de musgo y flores que parecían brillar bajo el sol. Lo más curioso era que no había paredes, ni un marco que la sostuviera, simplemente estaba ahí, en medio del césped.
No pude resistirme. Empujé la puerta, y al cruzarla, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. El aire era más frío, pero no incómodo, y el mundo al otro lado parecía pintado con colores más profundos, como si todo fuera más real. Un enorme jardín se extendía ante mí, lleno de plantas que nunca había visto. Árboles de hojas negras, flores que cantaban con una melodía suave y un río que parecía fluir al revés. Caminé, maravillado, hasta que me encontré con una niña. Parecía de mi edad, pero su piel era pálida como la luna, y sus ojos reflejaban estrellas.
—Has cruzado al Jardín de las Sombras —dijo, como si fuera lo más obvio del mundo.
—¿Qué es este lugar? —pregunté.
—Es el hogar de los recuerdos perdidos y los deseos olvidados. Pero cuidado, porque aquí todo tiene un precio.
Antes de que pudiera responder, un árbol cercano comenzó a moverse. Sus ramas se alargaron hacia mí, y de repente, vi imágenes en sus hojas: mi primera bicicleta, una tarde jugando con mi abuelo, el día en que aprendí a nadar. Eran momentos de mi vida que había olvidado, y al verlos, sentí una mezcla de nostalgia y tristeza.
—El Jardín quiere algo a cambio por haberte dejado entrar —dijo la niña—. Si no entregas un recuerdo, no podrás irte.
Sentí un nudo en el estómago. No quería olvidar nada más, pero tampoco quería quedarme atrapado aquí. Entonces, algo más llamó mi atención: un pequeño pozo al final del camino.
—¿Qué hay ahí? —pregunté, señalándolo.
—Es la Fuente de los Retornos —respondió ella, bajando la voz—. Pero no todos los que la buscan encuentran el camino de vuelta.
Sin pensarlo, corrí hacia la fuente. A cada paso, el jardín parecía más oscuro, y ramas intentaban detenerme, pero llegué. El agua de la fuente era negra y reflejaba imágenes de otros mundos.
—Para regresar, debes recordar quién eres y qué buscas —dijo la niña, que ahora estaba detrás de mí.
Cerré los ojos, concentrándome en los momentos que me definían: mi familia, mis amigos, mis sueños. Sentí el agua envolverme, y cuando los abrí de nuevo, estaba de vuelta en el parque. La puerta ya no estaba. Pero en mi mano, había una pequeña flor negra que brillaba suavemente. Un recordatorio de que, aunque enfrentemos sombras, siempre podemos encontrar el camino de regreso a la luz.